Imagen extraída de Koyaanisqatsi, Godfrey Reggio, 1982. |
Esta
es una historia que contiene todas las historias. Su comienzo viene dado por la
Tierra, y marcado por el hombre. Vemos agua, tierra y viento, unos dibujos en
la piedra, siluetas oscuras que veneran al hombre de la corona; nadie dice
nada, el órgano guía solemne nuestras miradas, una nave despega, rumbo hacia la
nada, y todos vamos dentro. Los antiguos repiten, como un mantra, su última
llamada desesperada: koyaanisqatsi.
Una vida en desequilibrio. Una vida que debe cambiar. Un callejón sin salida.
Primero
no fue el verbo. Fue el fuego. Un fuego abrasador e insoportable, un infierno
rojo en el que, sin embargo, estaba todo. Después llegó el agua, la tierra, el
viento. Y poco a poco, todo se fue volviendo más complejo, llegamos nosotros, y
al abrir por primera vez los ojos, fue tal nuestro asombro que, para intentar
comprender, empezamos a soñar. Soñamos con grandes dioses que cuidaban las
estrellas, sujetaban las montañas, se bañaban en los mares, daban la vida y la
quitaban. Nos creímos afortunados, nos creímos fuertes e importantes, el
universo entero giraba en torno nuestro, y nos fuimos distanciando en nuestros
castillos de cristal, olvidamos que no fuimos más que un giro fortuito del
destino, nos agarramos a la vida como si nos correspondiera por derecho,
creímos que Dios nos perdonaría cuando estuviéramos muertos.
Salimos
de la cueva, el cohete despega, y la música nos invita a ver la Tierra, la
llana y simple Tierra, con los ojos asombrados de esos hombres que pintaban en
las cavernas. El órgano y los vientos otorgan vida a la piedra roja del
desierto, construyen castillos en las nubes, bañan de vida las praderas. La
música y la naturaleza se convierten en una sola cosa, dialogan las imágenes
con el sonido y sentimos que el mundo es hermoso, que funciona, que es
perfecto. Y empezamos a soñar.
Poco
a poco nos vamos alejando, y se dejan ver las máquinas, la música se acelera,
las máquinas producen, explotan, dinamitan, desfilan sin parar los productos,
las personas, cadenas de montaje que intentan regirse por las reglas de lo
eterno en un mundo temporal y caduco, coches que van, coches que vienen, una
maquinaria humana frenética en la que todo se funde, y nos alejamos,
desaparecemos, una persona, un producto, una máquina, ya no vemos el mar, el
mar, el mar, rascacielos como torres de Babel, que se caen, se caen, se caen, y
no importa, seguimos construyendo, seguimos produciendo, una escalera mecánica,
y cientos de personas que pasan por ella, como por una máquina procesadora de
salchichas, puertas giratorias, ascensores hacia el cielo, bombas H, enfermos
que buscan un minuto de silencio... Y sin embargo parece que todo funciona. Las
notas se suceden a velocidades demenciales en arpegios perfectos, no hay un
solo error, casi parece que es posible vivir con todo esto, casi parece hermosa
esta máquina que hemos hecho, nadie dice nada, nadie juzga, estamos solos
frente a nuestro reflejo.
Finalmente,
todo frena. El mundo entero se sienta un momento a escuchar un réquiem
profético, a fumarse su último cigarrillo. Y volvemos a aquel cohete que nos
llevaría a la luna, a las estrellas, ese vagón con destino a la eternidad, ese
Ícaro lleno de sueños, que se acerca demasiado al sol, y cae, y cae, y cae,
despacio, envuelto en llamas, cae de vuelta al origen, lleno de muerte, cae,
bailando al son triste del fracaso, cae, y nada puede pararlo, vuelve a la
tierra, al polvo.
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